Mariel Valenzuela tiene 44. Cuando era niña, sus papás se
separaron y de ahí en adelante todos los domingos de su infancia se
transformaron en el día que salía con su papá. “No sé por qué, pero lo veía
sólo el domingo por el día. Eso era sagrado, ni aunque tuviera el mejor
panorama se podía modificar”. En esos años no habían grandes cadenas de cines,
tampoco muchas plazas, ni menos con juegos, por lo que la mayoría de las veces
esas salidas se traducían en largas y tediosas tardes en la casa de su abuela
que pasaban jugando ludo o canasta frente a la televisión. “Eran las tardes de
Pepito TV. Todo el mundo veía mucha tele”, comenta.
El panorama sólo mejoraba
cuando llegaban otros primos. Ella no tiene recuerdos de haberse quedado a
dormir en la casa de su papá. “Ahí no tenía pieza ni nada, aunque había una
habitación extra que era su escritorio. Yo tenía una sola casa”, dice.
Hoy la realidad es distinta a lo que vivió Mariel y en parte
se debe a que las separaciones son mucho más comunes que hace 30 o 40 años.
Entre el 2009 y 2014, las cifras de divorcios fueron estables con un promedio
alrededor de 50 mil por año y en ese mismo periodo, el matrimonio bordeó los 63
mil.
Con el tiempo, los hombres se han ido involucrando más en la crianza de
los hijos, no sólo como proveedores, también exigiendo, en el caso de los
separados, una frecuencia mayor de visitas y que los hijos alojen parte del
tiempo con ellos, lo que ha llevado a hacer cambios en el Código Civil y otros
cuerpos legales respecto a las normas sobre el cuidado de los hijos, con el fin
de intentar equiparar los derechos del padre y de la madre.
En Chile, lo común es que se utilice la figura del cuidado
personal compartido, en donde los padres dividen el tiempo a cargo de los hijos
y cada uno tiene una casa adaptada para recibirlos. Sobre las visitas, lo
típico es que el padre o la madre puedan ver a su hijo una vez a la semana
(incluso dormir en la otra casa) y compartir dos fines de semana al mes. Ahora,
en las vacaciones de verano corresponde que el menor comparta dos semanas y una
en invierno. Pero todo esto puede aumentar o disminuir, dependiendo de los
acuerdos a los que se lleguen.
Por eso, muchos jóvenes de la generación que actualmente
tiene entre 18 y 25 crecieron entre dos casas, lo que, para bien y para mal, ha
significado adaptarse a dos tipos de convivencia. Estas son sus historias.
Las nuevas familia
Algunos entrevistados explican que cuesta llegar a sentir la
misma familiaridad con el padre que pasan menos tiempo, justamente porque esta
se construye en el día a día. Más todavía cuando hay que establecer una
relación con una nueva pareja, hermanos o hermanastros.
A María José, por
ejemplo, le costó. Aceptó más fácilmente a la polola de su papá porque no vivía
con él, pero cuando su mamá llevó al suyo a vivir con ella y sus hermanas, las
cosas cambiaron radicalmente. “No quería… sentía celos”, dice, y agrega que en
parte eso fue porque cambiaron sus rutinas: “Cuando él llegó, ya no me acostaba
a regalonear con ella. Sentí que no correspondía porque no tengo ningún lazo
con él y a mi mamá tampoco le gustaba que fuera”, comenta la joven que hoy vive
con su papá porque no logró conformar una buena relación con la pareja de su
mamá.
Diego Jara (26) sostiene, en cambio, que ha tenido que
acostumbrarse a una nueva versión de su papá, ahora que tiene una nueva familia
e hijos. En las pasadas vacaciones de invierno, por ejemplo, fue a visitarlo a
La Serena donde está instalado hace años. Como vive solo en Santiago, el
estudiante de ingeniería llevó la ropa sucia de varios días y aprovechó de
lavarla. Esa tarde, al llegar del trabajo, su papá vio las prendas tendidas y
lo retó por usar la máquina sin preguntar.
“Cada lavadora tiene su propio
programa”, le dijo complicado, mientras Diego lo miraba extrañado. “Él pensó
que su polola se iba a enojar y se puso el parche antes de la herida. Pero ella
no me dijo nada… y no creo que se hubiera enojado”, indica. Y la escena se
volvió a repetir una vez cuando llegó tarde en la noche, se comió un pedazo de
pizza y al día siguiente su papá le llamó la atención.
“No lo retes, si está
bien que haya comido”, replicó esa vez la dueña de casa. “En su casa hay reglas
y lo entiendo, no por eso me siento incómodo ahí”, señala. Ahora ya asumió que
no puede llegar y sacar cualquier cosa de la despensa, como sí lo hace en la
casa de su mamá, donde ha vivido la mayor parte del tiempo.
Fuente : La Tercera
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